La fábrica de mitos más importante del siglo XX no ha estado en Hollywood, sino en la izquierda, o para ser precisos, en el imperio soviético. Algunas veces, y no por casualidad, colaboraron esos dos centros productores de mitologías, pero siempre con los de Santa Mónica en posición subordinada. Quienes mandaban permanecían en la sombra y sus genios creadores no firmaban sus obras. Hoy cualquiera puede saber quiénes eran y cómo lo hicieron, pero no todo el mundo desea obtener el conocimiento que se dispensa en investigaciones como la de Stephen Koch, El fin de la inocencia.
El caso es que por ignorancia de muchos y listeza de unos cuantos, las criaturas de la gran factoría mitológica han seguido rulando sin sus papás. El mito del antifascismo radical del comunismo se urdió para tapar las negociaciones secretas con Hitler y luego el Terror estalinista, y ahí lo ven, con muletas y achaques, pero en pie. Y uno de sus retoños, la visión de la Guerra Civil española y de la II República como paradigma de la lucha entre el fascismo y la democracia, ha reverdecido en nuestro suelo gracias al abono que han ido depositando los artífices del nuevo régimen.
En los años previos a la Transición, la República no era tema. Los comunistas, única oposición organizada, andaban con su Reconciliación Nacional a vueltas, que obviamente suponía el entierro del pasado, y los inmersos en grupos marxistas poco ortodoxos pretendíamos la Revolución. La República era sólo una forma más de la democracia burguesa y, por tanto, deleznable. No se lamentaba su desaparición, sino el hecho de que no condujera al triunfo revolucionario. Había sido una oportunidad perdida, sí, pero no para la democracia, sino para la dictadura del proletariado. No había añoranza.
Sin embargo, veintitantos años después, el mito republicano florece en las primaveras, y en cualquier estación, que ahora se cultiva en invernadero, como un ramillete de nomeolvides impregnado de lacrimógena nostalgia. El manifiesto que han firmado decenas de personalidades del establishment cultural bajo el título de "Con modestia, con orgullo y con gratitud", equivale a una necrológica en toda regla, con el debido panegírico del cadáver. El mito de la República se ha convertido en una variante del mito del paraíso perdido. Pero es algo más.
Para quienes impulsan el revival republicano, se trata de una operación propagandística destinada a deslegitimar la Transición y a demonizar a la derecha actual, por la vía de identificarla con la que apoyó el golpe militar del 36. La fiebre guerracivilista y republicana comenzó a extenderse tras la mayoría absoluta de Aznar en el 2000. La República ha de ser idealizada para más acentuar la maldad de sus enterradores, entre los que nunca cuentan a los propios grupos de izquierda. Y la operación tiene un público rendido entre quienes, ayunos del mito primordial, el del socialismo, encuentran un sucedáneo en el de la República.
La nostalgia de la República viene a ser la nostalgia por los sueños frustrados de una izquierda mitómana. Que son sueños fabulados a posteriori, al calor del resentimiento. Una izquierda gobernó en España entre 1982 y 1996, pero no estuvo ni a la altura de sus mitos ni, en general, a la altura. No se puede perdonar que la derecha gobernara con más éxito. Ni permitir que vuelva. La necrolatría republicana encubre el deseo de un régimen que excluya a quienes no se sometan a sus dogmas.